Biografía

Por: Hernán Rodríguez Castelo.

Esto de los "tradicionistas" ha sido antigua e ilustre usanza americana. A medias historiadores y a medias charlistas, a ratos husmeadores de archivos y a otro correo de chismes, los tradicionistas han beneficiado canteras de la historia de modo muy peculiar, y los mejores, con delicioso estilo. Como buenos conversores, han tenido siempre predilección por lo curioso y lo bizarro. Por cuanto pudiese redondearse en anécdotas, introducir personajes, adensar claroscuros, suspender los ánimos. Todo aquello lo han narrado desde una tercera persona que diese algún empaque de crónica - y hasta de historia - a los sucedidos aquellos; pero su tercera persona ha sido la del narrador que no se priva de ninguno de los sabores y saberes de charla, chisme, murmuración, leyenda, contezuelo, milagrería, faloria y cuento de viejas. Apenas hace falta decir que detrás de esta pintura del ionista de gran estilo está el príncipe de esta comarca literaria, don Ricardo Palma, el de las copiosas series de "Tradiciones Peruanas."

Palma marca el momento de mayor plenitud de la tradición americana; pero, aunque sin el corte formal, casi definitivo, que él les daría, "tradiciones" se contaron por tierras del nuevo mundo desde tiempos inmemorables: los cronistas no las crearon, las recogieron. Y buenos tomos de tradiciones pudiéramos hacer con los más sabrosos "ejemplos" o ilustraciones hasta de obras tan serías como el "Gobierno eclesiástico pacífico" del obispo don Gaspar de Villaroel o tan edificantes como la "Historia del Nuevo Reino de Quito" de nuestro padre Mercado.
El viejo saludable tronco ha dado en el Ecuador del siglo XX buenos retoños. Sobre todo, Cristóbal de Gangotena y Jijón con sus "Leyenda de pícaros frailes y caballeros", para Quito, y Modesto Chávez Franco, el de las "Crónicas del Guayaquil antiguo”, para el puerto. Los dos han sido los mayores, pero ha habido otros, Guayaquil los tiene interesantes: Francisco Campos Coello, su sobrino José Antonio Campos – aunque a él mas le gustaba el sabor del presente – Gabriel Pino Roca – de obra abundante-, Heleodoro Avilés Zerda, Pedro José Huerta, Carlos Alberto Flores, Camilo Destruge, Cronista emérito; y José Joaquín Pino de Icaza entre los que escribieron sobre temas de carácter general. Y hubo uno más, que hubiera podido ser excelente tradicionista, pero se fue, por caminos arqueológicos, a arqueología e historia: Francisco Huerta Rendón.
Sin embargo otros prefirieron las anécdotas curiosas, intimistas y familiares como Víctor Manuel Rendón, Manuel Gallegos Naranjo, Carlos Saona Acebo, César Borja Lavayen, su hija Rosa Borja de Icaza, María Angelica Castro Tola de Von Buchwald y Emilio Gallegos Ortiz y con ser algunos, es de lamentar que nuestros tradicionistas no hayan sido más, porque esta es una suerte de lectura especialmente acomodada para mover a las gentes tibias al amor de lo que corre el riesgo de ser arrastrado por el río del devenir sin dejar la menor huella de su paso.

Y han transcurrido años hasta que nos llegue, cuando la cosa parecía clausurado, un nuevo tradicionista. Que, aunque con el modo algo más rápido que piden las prisas del periódico, cumple con gran parte de lo que caracterizó al buen tradicionista. Es, en efecto, tan buen buceador en archivos como hábil en chismografías locales, y sabe cuanto puede saberse de árboles genealógicos, enlaces y desenlaces, Usos Y costumbres de antaño, novedades y acaecimientos de esos que dejaron memoria en los vecinos y comenzaron a pasar de boca en boca, y acaso se cuentan todavía al menos en aquellas casas donde el televisor aún no ha hecho callar a los abuelos.
Rodolfo Pérez Pimentel nació en Guayaquil, en 1939, hijo de un caballero guayaquileñísimo, muy decimonónico en su impecable traje cruzado de casimir inglés y con un infaltable cigarro esmeraldeño. Inquieto en su juventud, nuestro caballero realizó numerosos viajes que terminaron, allá por 1923, en Valparaiso y luego en Rosario. De vuelta al país, en 1932, se reintegró a la vida de su ciudad y años después, el 38, perdió el seso por una damita de "pensil" porteño, tan guapa que años atrás había sido candidata al primer reinado de belleza nacional. Y la cosa fue en serio. Tan en serio que a no mucho de los primeros encuentros casaban. Su primogénito es el Rodolfo de nuestro cuento.

Don Rodolfo Pérez Concha - el Rodolfo Pérez padre - visitaba semanalmente al doctor Pedro José Huerta y Gómez de Urrea, antiguo profesor suyo en el "Vicente Rocafuerte", y llevaba a aquellas visitas - a las que llegaban, además, otros viejos porteños - al pequeño Rodolfo, que tenía diez años y mostraba interesarse por cosas tan serias como las que aquellos tan serios caballeros barajaban desde sus hamacas y mecedoras. Allí, entre tiestos arqueológicos, papelotes, antigüedades, cuadernos y libretas de apuntes, artículos terminados y artículos a medio hacer, retratos amarillentos y mil cosas con sabor rancio, todo con sobra de polvo y en un desorden propio de cuarto de soltero, nació el tradicionista. Y maduró, parte en la biblioteca del padre, atestada de libros hasta el techo y dividida en tres descomunales estantes - historia, literatura y "cosas del país" -, y parte en la charla de los abuelos maternos - don Juan Luís Pimentel y Tinajero, quiteño, católico, bonachón, de buen corazón y aun mejor conversación, y doña Angelina Yépez Baquerizo, porteña, templada de carácter, pero querendona como ella sola, y que puesta a contar historias no se quedaba atrás del abuelo.

Pusieron también su parte para formar al tradicionista en ciernes tías y tíos. Unas cuantas tías viejas, del lado paterno: las Concha, muertas centenarias. (La abuela Teresa murió a los noventa y seis años- Delfina de Cucalón Pareja, a los ciento cuatro; Victoria de Valdés, a los noventa y siete, y María de García, cuando sólo le faltaban ocho días para ajustar el siglo. ¿Que se trataba, por ejemplo, de la guerra de los "Restauradores", que tan laboriosamente hurgaban acuciosos historiógrafos? Pues las damas aquellas la contaban con pelos y señales, como si hubiera sucedido ayer. Y por la rama materna se engrosaba el caudal: Alegría Freile de Tinajero, la tatarabuelo del tradicionista, había muerto en Quito, igualmente centenaria, en 1927, dejando larga cauda de memorias. Dos tíos aportaron, en cambio, la parte "seria" de la formación del joven Rodolfo: los doctores Jorge Pérez Concha y Julio Pimentel Carbo, historiadores de oficio, amén, eso si, de grandes charlistas, Pérez Concha orientó al sobrino en política nacional y asuntos limítrofes, y Pimentel Carbo en temática colonial, en la que se había hecho fuerte investigando, por dos largos años, en el Archivo de Indias.

Parece haber sido por entonces cuando cayó en las manos de nuestro aprendiz de tradicionista el libro de genealogías de Pedro Robles y Chambers. Y se le metió el gusanito de dar con la propia. Preguntas a los viejos, visitas a archivos, rastreo policiaco de obscuras pistas e inmisericorde iluminación de pasajes casi turbios - uno que otro antepasado natural -, recolección de daguerrotipos amarillentos de años... se fue dibujando el árbol. Y otros árboles. Y lo mejor de todo: el bosque se fue poblando de cosas y casos con mucho más sabor y colorido que enlaces y procreaciones.

¡Y es que en torno al adolescente que hacía su alegre noviciado de tradicionista se charlaba tanto y con tanto lujo de viejas imágenes - personajes de pelo en pecho y atusados mostachos, escenas tumultuosas, acciones febriles o equivocas, romances y "malos" pasos...! El tío Jorge, en casa de la abuela, meciéndose pausadamente en una hamaca, disertada por horas de horas sobre toda clase de cuestiones históricas, una vividas, otras leídas u oídas; el tío julio lo llevaba a la casa y museo de los Robles Chambers, donde solían reunirse en animadísimas tertulias conversadores estupendos como Modesto Carbo Noboa, José de Venegas Ramos - el más hablantín de todos -, Ignacio Jurado Avilés, Luis Tola León, Rubén Rites Mariscal y otros, que no eran tan viejos, pero que aportaban lo suyo: Clemente Pino Ycaza, Genaro Cucalón Jiménez, Luis Noboa Ycaza, Miguel Aspiazu Carbo y Francisco Urbina Ortiz. Y por si aquello no bastase, Rodolfo acudía por cuenta propia otras tantas gentes curiosas de las cosas de Guayaquil antiguo y de la historia que se quedó en el chisme y el cuento: Bernardo Izquieta Pérez, Antonio Seminario Marticorena, Guillerrno Wright Ycaza, Rosa de Ycaza Venegas, Ignacia Roca de Franco, Enriqueta Elizalde Noboa, María Luisa Luque de Sotomayor, Delia Aguirre de Guzmán, Antonio Pons Campuzano, Francisco Huerta Rendón, Manuel Rendón Seminario...

En este clima y al amor de este nostálgico desempolvar de viejas postales porteñas, muchas anteriores al Incendio Grande - el de 1896 -, que lo cambió casi todo, se formaba el tradicionista. La carrera formal para tal vocación debió haber sido la del historiógrafo; pero, a la hora de la elección, la abuela Teresa Concha contó, así como quien no quiere la cosa que el abuelo Federico Pérez Aspiazu había sido un gran abogado y habla llegado a saberse el Código Civil de memoria… y la madre, buena las cosas en la familia Pimentel, decidió que, pues así se habían dado las cosas en la familia, Rodolfo tenía que ser abogado. Así que, a estudiar leyes se ha dicho!

Siguieron años asendereados en los que la historia fue amor casi secreto. Fueron primero ciertos ajetreos políticos y puestos de segundón junto a personajes que lo conocían, y, entonces, en 1962, la Fundación del Patronato Histórico de Guayaquil. Vino luego un viaje a los Estados Unidos en plan de trashumante al principio, con lavado de platos y todo, y con estudios en "The New York University", después. (Y con nuevas charlas de cosas viejas de Guayaquil: con las Gastelú Concha; con María Luisa Dillón y su hija. como para que no olvidarse la vocación…) De regreso, en medio de todo un variado de inevitables empeños prosaicos y fenicios, hay tardes de trabajo como secretario de Robles-Chambers, el genealogista sabedor de tantas cosas antiguas, y la dirección de la Biblioteca y museo Municipal de Guayaquil. (Amén de la Fundación, con Esther Avilés, del Patronato Municipal de Bellas Artes, hoy Centro Municipal de Cultura. Y robando tiempo a varias cátedras –y ayudado por Nuria, la esposa – termina una tesis que era otra muestra de amor a la historia: “Administración de Justicia en el Guayaquil del siglo XVIII”. (Que no tuvo jurado para tratarse de materia tan nueva en la Universidad. Constituidos en tribunal los tres profesores más antiguos de la facultad, se sentaron pacientes a escuchar cosas sobre prácticas judiciales ya en desuso, rememorando, acaso tal o cual procedimiento cuya vigilancia hubieran alcanzado en sus años mozos….).

Así se llega hasta 1968, cuando comienza a aparecer en el suplemento dominical “El Universo” unos artículos de asunto histórico llenos de datos curiosos pintorescos, jocosos, dramáticos. La gentes guayaquileñas, no solo las de edad celebran aquellas entregas, y la serie se extiende hasta 1971. Así nació el libro que el lector tiene ahora en sus manos.
Algunas veces Pérez Pimentel se reduce a sintetizar algún período corto de historia republicana; aún entonces hace gala de datos nuevos, que vienen a devolver su sentido justo, acaso obscurecido o falseado por los libros al uso, al pasaje. Pero entonces apenas si el historiógrafo deja lugar al tradicionistas y ni siquiera al narrador. Dijérase que tales artículos cumplen el papel de marco legal, de panorama amplio, para todas las pequeñas historias que en esos espacios alentaron.

Pérez Pimentel entra en lo suyo cuando construye su artículo en torno al dato curioso hallado quien sabe dónde y que no lo ha logrado sino él. Cuando se pone a urdir historias grande y turbulenta. Cuando les mete mano a esos relatos viejos que, de tan curiosos o bizarros, se les hicieron sospechosos a los historiados graves. Entonces queda en pleno mester de tradicionistas que cae a lado de mester de juglaria así como el del historiador formal lo es de clerecía.

Casos preferidos son pues, aquellos en que la historia se agita por el escándalo o levanta avispero de chismes - cómo el tan triste episodio de la venta de la bandera-, y aquellos otros en que se recala en lo resible, como la leyenda del Mariscal Sotomayor y el “Adelanto” o “El perico se comió al cordero”, donde se sacan buenos dividendos del humor de aquello antañones gacetilleros de ingenio vivo.

Aún más ricas posibilidades son ciertas vidas estupendas a las que los libros de historia regalaron al papel de grises comparsas o ignoraron sin más. Así ese Mathew Palmers Game, de tantos altivos combates, convoyes, bloqueos, persecuciones de contrabando por mares americanos, en los días de las campañas de la Libertad. Y aún en el caso de personajes célebres, primeros actores en el drama histórico, nuestro autor los rescata de sus encogidas y engoladas actuaciones historiográficas, para devolverles su ricas humanidad, su a veces hasta ambigua y equívoca carnalidad. Y la grandeza auténtica, personal y única que quedó cifrada en gestos al parecer pequeños o sólo curiosos. Como cuando Carlos Concha era llevado, preso, a Quito y “en el camino iban rompiendo uno por uno todos y cada uno de los libros de su biblioteca, adquirida años atrás en París”. O puso en camino a dos viandantes convenciendo a cada uno de ellos de que su compañero era sordo tapia, y así los tubos durante todo el viaje hablándose gritos.

El tradicionista guayaquileño, maneja asuntos de rica carga emotiva o fuerte sabor. Sabe que no es narrador de oficio y que su éxito ha de radicar en la cosa misma: en su dramatismo intrínseco, en su radical novedad, en su propia grandeza. De allí que los cuente todo en estilo llano, rápido, sustantivo. Y ello constituye estimable acierto estilístico: deja al lector ante la fuera de los sucesos y el poder de seducción de los personajes. Hechos heroicos, a veces tremendos, aplastan por su descarnada desnudez. A Clemente Concha, por ejemplo, una bala de cañón le atravesó las dos piernas y hubo que amputárselas. Pérez Pimentel lo refiere así:
“No se contaba con los instrumentos especiales de cirugía sino únicamente con un vulgar serrucho de carpintero, de los que todos conocemos. Concha fue acostado en una camilla de campaña y solicité un cigarrillo para fumarlo despaciom engrandes bocanadas, mientras impávido observaba cómo el galeno, sudando la gota gorda le serruchaba ambas piernas a la altura de las rodillas. Dos horas duró la carnicería, pero no se escuchó un solo lamento, ni un quejido siquiera, Los presentes estaban asombrados de tal despliegue de valor. Luego de suturar los muñones el herido sufrió un síncope cardíaco provocado por la perdida de sangre durante la intervención y expiró”.
Y con el humor acontece lo mismo: brota de las cosas mismas; el autor reduce su papel al subrayado guasón o el intencionado corte.

Esta inmediatez y simplicidad es la de lo convencional, donde aunque hay sazón, lo que importa más es contar cosas de esas que se tiene gusto en contar y se cuentan sabiendo que se han de escuchar con gusto. Lo conversacional apenas sufre adorno, y la ponderación y encomio se hacen al paso.

Lo conversacional es la clave de todo. Faltan, casi absolutamente, engarces históricos al tiempo que se multiplican indicios conversacionales: “¡Ah, me olvidaba!” “¡Que rico tipo!”. A la historia se la tiene como a la invitada formas, que llega de etiqueta, imponiendo sus leyes y razones y dando a todo su empaque especial. “Y aquí interviene la historia”, dice por ahí. Cuando en el caso doméstico y conventual, conversando, de la capilla de San Alejo, irrumpen los sonoros nombres de García Moreno y Guillermo Franco.

Pero charlando, así como quien cuenta chismes de sobremesa, sabrosos como délficas o espirituosos pluscafés, se ataca la historia a menudo muy en serio. Como cuando, sin turbar la simple amenidad, se hace apretada síntesis de cosas tan graves como el fallido laudo arbitral de Alfonso XIII, o se tientan claves para entender cosas todavía tan obscuras como la meteórica aparición de Velasco Ibarra para capitanear los restos del bonifacismo. Todos los que hemos dedicado algunos años de nuestra vida a un diario, sabemos que lo mejor de la historia se queda entre los entretelones y no llega a las columnas impresas.

En buena hora que haya alguien que, con perspicacia, dedicación y buen sentido, saque a la luz esos entretelones y rescate cuanto sabroso, de añejo, de vivo, de nostálgico, de pintoresco, de bizarro, de cómico, de carnal, de alucinado, de cotidiano, tuvo el acontecer de nuestros mayores, y la historia seria lo perdió, al convertir sus dominios en solemne panteón sin aún más ginería que hieráticos y fríos retablos.


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Por: Fernando Jurado Noboa.

El Diccionario Biográfico del Ecuatoriano responde a un sinero deseo de entregar a los estudiantes y profesores de mi Patria, un libro con biografías de ecuatorianos y extranjeros que han contribuido al progreso y triunfo de la civilización en el Ecuador.

Vidas variadas escritas con la mayor imparcialidad y en apretada síntesis para periódicos, captando hechos y obras, representaciones y empleos, honores y anécdotas reveladoras de las virtudes y defectos, del carácter de cada personaje, con una descripción moral y física para complementar los retratos.

Bien sé que en esta labor biográfica recién estoy dando los primeros pasos y que aún me esperan fatigas y desvelos; recuerdo que todo comenzó en 1954 cuando leí aquella famosa frase de González Suárez, dicha a sus discípulos: “Hijos míos, lean sólo las cosas de la Paria”. Entonces creí que leer libros ecuatorianos era tema obligación moral mía así pues, la invitación del sabio Arzobispo seguida al pie de la letra, motivó mis lecturas hacia temas nacionales y de preferencia históricos y un día, sin mayormente quererlo, comencé a realizar apuntes en los márgenes de esos libros, simples notas recordatorias de tal o cual pasaje que me había impresionado. Mas, luego me era difícil localizarlas, porque la memoria no es tan certera como una computadora y a veces falla y en esto me encontraba cuando concurrió en mi auxilio Pedro Robles y Chambers, aconsejándome que trabajara un fichero ordenado alfabéticamente y así nació en 1958 mi archivo Bibliográfico que hoy cuenta con 10.000 tarjetas y es único en su género en el país porque a nadie mas se le ha ocurrido hacerlo.

Desde entonces he venido confeccionándolo a base de extractos tomados de la lectura de libros y documentos, de periódicos y revistas, de conversaciones y entrevistas y solo mi esposa sabe con cuanto trabajo he podido alimentarlo y hasta salvarlo de los peligros que le han acechado. (1)

En 1975 sufrí la inundación de la villa que habitaba a causa de la ruptura de una represa particular construida cerca de la ciudadela los Ceibos; el agua subió cerca de 90 centímetros en su interior y hasta cubrió los cajones del archivo, pero milagrosamente nada malo le ocurrió porque las aguas bajaron enseguida y no perjudicaron a las tarjetas que por estar muy apretadas entre si y dentro de sus respectivas gavetas cerradas, eran casi impermeables.

Entonces comprendí el valor de esas cartulinas blancas, de esas fichas con señales caligráficas mías, con recortes de diarios o mecanografiadas por mis ayudantes y recordé que todo es perecible en la vida (2) aún los archivos y por eso lo trasladé a mi estudio profesional ubicado en un primer piso alto, de allí pasé al Banco Central a Diturís, y hoy a la Notaría que ocupo, siempre siguiendo mi suerte.

(1) Desde un primer momento el Archivo fue Útil y hasta me sacó de diversos compromisos. En 1974 permitió la biografía del sabio Teodoro Wolf que corre entre las Págs. 13 y 24 de la segunda edición de su Geografía y Geología, publicada por la Casa de la Cultura de Quito a petición mía y del Patronato Histórico de Guayaquil. Después y en forma esporádica, enviaba biografías tentativas a “El Telégrafo”, donde empezaron a salir modestamente y poco a poco fui puliendo el estilo, que de ampuloso tornóse sintético, casi telegráfico, para ahorrar espacio, tratando en cada caso que el personaje biografiado fuese conocido en su totalidad.

(2) La Biblioteca del Dr. Pablo Herrera estaba diseminada en más de doce cuartos de la vieja Casona de su propiedad del centro de Quito y cuando él murió en 1896 sus libros y papeles pasaron a un hijo sacerdote que años después falleció consumido por la tuberculosis. Entonces sus familiares, atemorizados del posible contagio, entregaron todo al padre Le Gohuir R. quien pudo escribir su historia del Ecuador. Hoy se encuentran esos libros en la Biblioteca de los Jesuitas de Cotocollao. Mi antiguo maestro universitario Dr. José de Rubira Ramos me refirió que en cierta ocasión en la década de los treinta, le había ocurrido a él un caso parecido, con un ejemplar de su vida de Mariana de Jesús, escrita por el Padre Jacinto Moran, de Buitrón, que le llevaron a vender a buen precio y lo adquirió enseguida; teniéndole en sus manos después de haberle pagado, el vendedor le refirió que dicho ejemplar había pertenecido a un ilustre guayaquileño (que todos sabían había fallecido leproso, menos el dicho comerciante según parece) A Rubira se le cayó el libro de las manos y ordenó a un sirviente que lo incinere en su presencia. (aún se desconoce como opera el contagio de tan cruel dolencia cuyo agente patógeno incuba hasta por treinta años antes de hacer su aparición) Mi pariente el Sr. León Aspiazu, en cambio, me contó hace años que a la muerte del jefe del Conservadurismo en Guayaquil, sus hijos anunciaron por periódico la venta de los libros de la biblioteca. Mucha gente fue a la casa a comprar. Los habían regado sobre el piso de la sala a diez sucres cada uno y entonces alguien preguntó: ¿Por qué los venden? y le respondieron Porque los hemos leído!

Así pues, desde la inundación tomé la resolución de completarlo cuanto antes y empecé a intensificar mi trabajo, pero diversas actividades comerciales en las que incursioné (importaciones de vehículos y construcción de un Hotel y dos condominios) se interpusieron y postergaron mi empeño y recién en 1981 pude recobrar el ritmo de trabajo anterior desde mis funciones de Director y Fundador del Centro de investigación y Cultura del Banco Central en Guayaquil, procesando cada ficha para obtener la biografía, prefiriendo personajes del siglo XIX que por estar a una distancia prudencial de nosotros, se mostraban más claras y libres de los perjuicios de sus parientes.

En 1982 entregué las primeras biografías a “El Universo” de Guayaquil se trataba de homenajear a tres ilustres ecuatorianos fallecidos días antes; Pedro Saad, José Maria Egas y Carlos Zevallos Menéndez, político, poeta y arqueólogo respectivamente. Las tres tenían un formato parecido, más bien corto como para no cansar la atención del lector medio que no interesa el detalle sino la idea general, puesto que mi objetivo era informar más que enseñar y fueron un éxito inmediato, muchas personas se acercaron a felicitar al periódico y otras llamaban pidiendo más material, indicando nombres. Así nació el Álbum Biográfico en su primer tomo. (3)

También conozco que el hijo mayor de un poeta coronado en 1930 trocó la biblioteca de su ilustre padre por una refrigeradora nueva y hasta creyó haber hecho mi buen negocio. Para el incendio grande del 5 y 6 de Octubre de 1896 se perdieron buenas bibliotecas. El General Cornelio E. Vernaza anunció a los pocos días que había desaparecido la suya, la mejor de la república en la especialidad militar. Igual les ocurrió a Trifón Aguilar, Alcides Destruge, José Gómez Carbo, famoso por sus crónicas que firmaba como Genecé. En ese infausto suceso se quemó la primera imprenta que tuvo Guayaquil en 1821 y que conservaba el Dr. Destruge en los bajos de su casa, como un recuerdo histórico. Así pues, libros y bibliotecas son fácilmente perecibles y ¿Qué se puede esperar de los archivos? El de la Gobernación del Guayas se quemó casi íntegramente en el incendio intencional de 1917. En Quito gran parte del Archivo de la Corte Suprema de Justicia desapareció porque los ministros viejecitos acostumbraban hacer sus micciones a través de una puerta que daba al sótano y mojaban los papeles allí depositados y paro de seguir refiriendo anécdotas que por increíbles más parecen tomadas de una novela que de la realidad nacional.

(3) En recuerdo de don Camilo Destruge, que publicó sus biografías de ecuatorianos célebres en Guayaquil entre 1903 y l905, con el título de “Álbum Biográfico Ecuatoriano”, obra que hoy constituye una verdadera rareza bibliográfica a pesar, de que existe una segunda edición del Banco Central.

Entonces los directivos principales de “El Universo” decidieron publicarlas bisemanalmente en la primera página de su segunda sección y pronto fueron la comidilla de todo el país. Había nacido una serie cultural nueva y útil que debía ser aprovechada y por ello, aún a costa de mi sacrificio económico, empecé a enviarlas en xerocopias a los siguientes diarios:
1.- El Tiempo de Quito
2.- La Verdad de Ibarra
3.- El Heraldo de Ambato
4.- El Espectador de Riobamba
5.- El Mercurio de Cuenca
6.- El Mundo de Loja
7.- El Nacional de Machala
8.- El Clarín de Babahoyo
9.- El Mercurio de Mama y
10.- El Manabita de Portoviejo.

Y de casi todas las provincias me llegaron voces de aliento y felicitación y hasta surgieron nuevos amigos que me solicitaban datos o me los proporcionaban generosamente para ayuda de mi labor. Así pude terminar algunas biografías truncas o comenzar otras de las que ni siquiera tenia idea se había comprobado una vez mas que el pueblo ecuatoriano es tremendamente receptivo a la cultura y que empeños particulares como el mío son útiles porque constituyen el empuje que requiere el Estado y sus instituciones culturales en la gran obra de crear y robustecer nuestra incipiente nacionalidad. (4)

(4) Viene a mi memoria un olvidado episodio de mis años mozos que me ocurrió en 1972 en plena “Revolución Nacionalista” durante la dictadura del General Guillermo Rodríguez Lara. Me encontraba en Quito agenciando un asunto profesional y un amigo me invitó a una reunión social en su casa, a la que concurrió el gran “Bombita”. Fui presentado a el y de pronto me vi conversando cosas que no debieron agradarle mucho. Estaba ensimismado por el adulo capitalino y sus allegados más próximos no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Con mi característica franqueza le exprese que no creía en su movimiento porque en el Ecuador se ignora hasta la historia y por ende no somos tradicionalistas y peor nacionalistas. Les dije: “Solo el conocimiento y comprensión de nuestro ser como país nos señalara el futuro; toda revolución requiere de una fuerza moral nacida en ideales y convicciones y sin ellos

En 1983 volvió a tomar la posta “El Telégrafo” como diario piloto de mi Álbum que ya cuenta con veintidós años de vida, siendo la única serie cultural que se publicó a nivel nacional en el Ecuador. En 1984 pasé a Expreso finalmente salí por la imprenta merced al apoyo de mi amigo el Lic. Elías Muñoz Vicuña, Director de Publicaciones de la Universidad de Guayaquil, que por su empeño en favor de la cultura ecuatoriana mereció el bien del país.
También debo agradecer a todas aquellas personas que con sus voces de aliento, gestos amables y generosos datos, han permitido este triunfo de mi esfuerzo y el logro de un ideal.

No son posibles los cambios verdaderos”. Igual posición sostuve a mi amigo y compañero de Facultad, Jaime Roldós, en 1979, ruando propugnaba “La fuerza del Cambio” como una necesidad histórica en esos momentos. No deseo establecer conceptos o conclusiones pero a todos nos consta que ambos intentos nacionalistas y sus respectivos mensajes políticos, no pasaron de meros slogan que el tiempo ha diluido porgue nada perdona. ¿I qué ha quedado de tanto cambio? Si los queremos duraderos, perdurables, tenemos que cambiar desde abajo hacia arriba y no al revés, como se ha intentado. Hay que civilizar primero, instruir después, concientizar al final y estará hecho el cambio. Otra cosa es el cambio económico, ese se hace de arriba hacia abajo.

PROLOGO

El Dr. Rodolfo Pérez Pimentel no obstante sus 64 años ha hecho una imponderable labor cultural por el país como tradicionista y difusor de nuestro pasado vernáculo a través, sobre todo, de la prensa y hoy el primero de los biografístas ecuatorianos y esto sin imitar a nadie, pero tampoco con pedantería con talento superior tras largos alias de meditación ha logrado encontrar su propio camino. 

Su tarea ha necesitado tesón y voluntad insuperables y esto le viene desde atrás, le viene impregnado en los genes, es sobrino nieto de Luís Vargas Torres, uno de los mártires del liberalismo y de los Concha, los indomables soldados esmeraldeños que luego de haber implantado la nueva doctrina, pusieron en jaque durante 3 años al segundo gobierno del General Plaza.

La vocación histórica del Dr. Pérez tuvo un inicio curioso y él me permitirá contar una anécdota: era adolescente cuando halló medio refundido en la biblioteca de su padre el conocido libro sobre la Historia Social de Guayaquil por Pedro Robles y Chambers. La empezó hurgar casi a hurtadillas y ya de frente se encontró con una minería de datos y con cien mil interrogantes. Pidió una cita con el autor del libro al Dr. Julio Pimentel Carbo, amigo y pariente de las dos partes. Un día teniendo ya 19 años vio a Robles en su casa y se lo metió en su bolsillo. Se convirtió entonces en su alumno, confidente y secretario, aunque por poco tiempo. Para seguir así, las necesidades de su formación universitaria se lo impedían y por otro lado habría habido que copiar al maestro, lo que era, simplemente, no futurista.

Así pues empezó a trabajar en el estudie del Dr. Jorge Zavala Baquerizo y a entrevistarse cientos de veces con los más viejos y eruditos vecinos de Guayaquil, a recoger sus cuitas, sus impresiones y sus decires de antaño. Había empezado el tradicionista, sin duda motivado también por las lecturas de Modesto Chávez Franco y de Gabriel Pino Roca. Al mismo tiempo empezó a gestionar la copia de documentos en archivos nacionales y extranjeros.

Data de 1961 su función de Secretario Fundador del Patronato Histórico de Guayaquil y cuando contaba 22 años su primera publicación en la Revista de La Casa de la Cultura de Guayaquil sobre una familia indígena, los Cayche— Chonana y luego sobre los Alguaciles Mayores de Guayaquil y sobre el pirata Dampier. En I 965 fue Secretario fundador del actual Centro Municipal de Cultura, entonces llamado Patronato Municipal de Bellas Artes.

Mientras tanto y graduado de Abogado dedicó su tiempo, parte a sobrevivir estableciendo un servicio de cobranzas judiciales y parte a deleitar a los lectores de “EL Universo” con unas crónicas dominicales de asuntos históricos inéditos que llegaron a los 300 artículos. La historia popular de Guayaquil empezaba a salir a luz. Por otro lado iniciaba su correspondencia y su relación con los historiadores del país.

En 1968 fue Director de la Biblioteca y Museo Municipales y en 1973 Presidente del Comité Teodoro Wolf que logró la publicación de la segunda edición de la “Geografía y Geología del Ecuador”. En 1974 cuando tenía 35 años fue Presidente del Patronato Histórico de Guayaquil. Merced a su propio esfuerzo había formado una excelente biblioteca especializada en historia y la mejor colección iconográfica familiar del país. En 1976 su labor como Concejal comisionado de Cultura no ha tenido repríss en Guayaquil, no obstante las inveteradas resistencias creadas a su alrededor y el Gobierno Nacional le otorgó La Medalla al Mérito Educacional de Primera Clase.

Un nuevo cambio hizo a los 37 años: dejar la profesión de abogado y encontrar derroteros en la búsqueda de seguridad. A los 39 años del Alcalde Dr. Guillermo Molina Defranc lo designó, uno de los 4 Cronistas Vitalicios de Guayaquil, siendo el más joven de ellos y seguido en edad del ing. Miguel Aspiazu Carbo, entonces de 73 años. Nombramiento y decisión muy justos, puesto que el Dr. Pérez es una historia viviente y detallada de Guayaquil; es rara la situación planteada que no la resuelve o que no dé una pista segura, pues no olvidemos que hombre culto no es el que dice saber todo, sino el que sabe donde buscar lo que ignora.

Hay además otra faceta en el Dr. Pérez que cabe anotar: aparte de profesor universitario, conferencista y escritor permanente; es un incentivador de cultura y un colaborador de cuanto proyecto tenga resonancia de amor por el pasado guayaquileño. Sociedad eminentemente competitiva como la nuestra, es lógico que a su alrededor se han formado simpatías y antipatías, las primeras sabe ganárselas y en abundancia, las segundas suele torearlas generalmente con risa y con risotada, excepto, claro está, cuando laceran su parte más interna.

En 1981 fue Director fundador del Centro de Investigación y Cultura del Banco Central sede en Guayaquil, y Presidente del Comité Promonumento del Tte. Ortiz Garcés. El mismo año organizó el primer congreso ecuatoriano de Genealogía en Salinas y el homenaje a Robles Chambers, a lo cual éste se negó rotundamente, porque era una persona muy modesta.

En este mismo año, el Dr. Pérez empezó a publicar en la prensa de Guayaquil y hasta 2 veces por semana, su Álbum Biográfico Ecuatoriano, del cual, al momento, ha publicado ya mas de 1.400 artículos. No cabe duda que es su mayor logro. Nuestro colega se ha dedicado a reconstruir científicamente, sin oropeles vacuos, con nitidez y con verdad, con una interpretación de fondo que anima y dá vitalidad, las vidas de cientos de ecuatorianos. 

Creo yo que uno de los mayores logros del Ecuador es el haber cimentado (aunque sea en teoría) su política cultural, en base a la búsqueda de nuestra identidad, asentada en el plurientnicismo. La obra del Dr. Pérez encaja en este afán de darnos modelos ecuatorianos de esfuerzo, constancia y superación.

En 1983 editó su libro “Nuestro Guayaquil Antiguo” profusamente ilustrado y en 316 páginas, en 20 capítulos que abarcan desde el siglo XVI hasta el gran incendio de 1896. Pérez Pimentel analiza historias de piratas, versos, costumbres y folklore do nuestro puerto.

Por todo esto el Dr. Pérez entro con derecho auténtico a la Academia. El primer biografista de los ecuatorianos no podía estar fuera de ella. Personalmente, como, medico psiquiatra y como historiador, pienso que todos, hasta la mas humilde e ínfimo de los seres humanos, merece una biografía y tiene su propia historia. Todos somos parte de este inmenso universo, todos sabemos pensar, amar, reír, llorar, gritar y adivinar; todos fabricarnos ideas y proyectos, recuerdos, nostalgias y fantasías. Todos, cual más, cual menos, somos transitante con o sin camino, con o sin sentido, de una ruta cuajada de satisfacciones y placer, de dolor y frustración. Todos, Uds. y Yo nos hermanamos al sentir, al pensar, al crear y al destruir. Todos buscamos sobrevivir, aunque sea diferente la manera de hacerlo y el deseo o no de pasar al futuro; con lo que se llamaba honra o sin ella.

Lástima que en ambas fronteras abismales de la conducta humana se reclaten pensamientos y acciones también aberrantes y que sin embargo, merecen biografiarse.