Esto de los
"tradicionistas" ha sido antigua e ilustre usanza americana. A medias
historiadores y a medias charlistas, a ratos husmeadores de archivos y a otro
correo de chismes, los tradicionistas han beneficiado canteras de la historia
de modo muy peculiar, y los mejores, con delicioso estilo. Como buenos
conversores, han tenido siempre predilección por lo curioso y lo bizarro. Por
cuanto pudiese redondearse en anécdotas, introducir personajes, adensar
claroscuros, suspender los ánimos. Todo aquello lo han narrado desde una
tercera persona que diese algún empaque de crónica - y hasta de historia - a
los sucedidos aquellos; pero su tercera persona ha sido la del narrador que no
se priva de ninguno de los sabores y saberes de charla, chisme, murmuración,
leyenda, contezuelo, milagrería, faloria y cuento de viejas. Apenas hace falta
decir que detrás de esta pintura del ionista de gran estilo está el príncipe de
esta comarca literaria, don Ricardo Palma, el de las copiosas series de
"Tradiciones Peruanas."
Palma marca el momento de mayor plenitud de la tradición americana; pero, aunque sin el corte formal, casi definitivo, que él les daría, "tradiciones" se contaron por tierras del nuevo mundo desde tiempos inmemorables: los cronistas no las crearon, las recogieron. Y buenos tomos de tradiciones pudiéramos hacer con los más sabrosos "ejemplos" o ilustraciones hasta de obras tan serías como el "Gobierno eclesiástico pacífico" del obispo don Gaspar de Villaroel o tan edificantes como la "Historia del Nuevo Reino de Quito" de nuestro padre Mercado.
El viejo saludable tronco ha dado
en el Ecuador del siglo XX buenos retoños. Sobre todo, Cristóbal de Gangotena y
Jijón con sus "Leyenda de pícaros frailes y caballeros", para Quito,
y Modesto Chávez Franco, el de las "Crónicas del Guayaquil antiguo”, para
el puerto. Los dos han sido los mayores, pero ha habido otros, Guayaquil los
tiene interesantes: Francisco Campos Coello, su sobrino José Antonio Campos –
aunque a él mas le gustaba el sabor del presente – Gabriel Pino Roca – de obra
abundante-, Heleodoro Avilés Zerda, Pedro José Huerta, Carlos Alberto Flores,
Camilo Destruge, Cronista emérito; y José Joaquín Pino de Icaza entre los que
escribieron sobre temas de carácter general. Y hubo uno más, que hubiera podido
ser excelente tradicionista, pero se fue, por caminos arqueológicos, a
arqueología e historia: Francisco Huerta Rendón.
Sin embargo otros prefirieron las
anécdotas curiosas, intimistas y familiares como Víctor Manuel Rendón, Manuel
Gallegos Naranjo, Carlos Saona Acebo, César Borja Lavayen, su hija Rosa Borja
de Icaza, María Angelica Castro Tola de Von Buchwald y Emilio Gallegos Ortiz y
con ser algunos, es de lamentar que nuestros tradicionistas no hayan sido más,
porque esta es una suerte de lectura especialmente acomodada para mover a las
gentes tibias al amor de lo que corre el riesgo de ser arrastrado por el río
del devenir sin dejar la menor huella de su paso.
Y han transcurrido años hasta que
nos llegue, cuando la cosa parecía clausurado, un nuevo tradicionista. Que,
aunque con el modo algo más rápido que piden las prisas del periódico, cumple
con gran parte de lo que caracterizó al buen tradicionista. Es, en efecto, tan
buen buceador en archivos como hábil en chismografías locales, y sabe cuanto
puede saberse de árboles genealógicos, enlaces y desenlaces, Usos Y costumbres
de antaño, novedades y acaecimientos de esos que dejaron memoria en los vecinos
y comenzaron a pasar de boca en boca, y acaso se cuentan todavía al menos en
aquellas casas donde el televisor aún no ha hecho callar a los abuelos.
Rodolfo Pérez Pimentel nació en
Guayaquil, en 1939, hijo de un caballero guayaquileñísimo, muy decimonónico en
su impecable traje cruzado de casimir inglés y con un infaltable cigarro
esmeraldeño. Inquieto en su juventud, nuestro caballero realizó numerosos
viajes que terminaron, allá por 1923, en Valparaiso y luego en Rosario. De
vuelta al país, en 1932, se reintegró a la vida de su ciudad y años después, el
38, perdió el seso por una damita de "pensil" porteño, tan guapa que
años atrás había sido candidata al primer reinado de belleza nacional. Y la
cosa fue en serio. Tan en serio que a no mucho de los primeros encuentros
casaban. Su primogénito es el Rodolfo de nuestro cuento.
Don Rodolfo Pérez Concha - el
Rodolfo Pérez padre - visitaba semanalmente al doctor Pedro José Huerta y Gómez
de Urrea, antiguo profesor suyo en el "Vicente Rocafuerte", y llevaba
a aquellas visitas - a las que llegaban, además, otros viejos porteños - al
pequeño Rodolfo, que tenía diez años y mostraba interesarse por cosas tan
serias como las que aquellos tan serios caballeros barajaban desde sus hamacas
y mecedoras. Allí, entre tiestos arqueológicos, papelotes, antigüedades,
cuadernos y libretas de apuntes, artículos terminados y artículos a medio
hacer, retratos amarillentos y mil cosas con sabor rancio, todo con sobra de
polvo y en un desorden propio de cuarto de soltero, nació el tradicionista. Y
maduró, parte en la biblioteca del padre, atestada de libros hasta el techo y
dividida en tres descomunales estantes - historia, literatura y "cosas del
país" -, y parte en la charla de los abuelos maternos - don Juan Luís
Pimentel y Tinajero, quiteño, católico, bonachón, de buen corazón y aun mejor
conversación, y doña Angelina Yépez Baquerizo, porteña, templada de carácter,
pero querendona como ella sola, y que puesta a contar historias no se quedaba
atrás del abuelo.
Pusieron también su parte para
formar al tradicionista en ciernes tías y tíos. Unas cuantas tías viejas, del
lado paterno: las Concha, muertas centenarias. (La abuela Teresa murió a los
noventa y seis años- Delfina de Cucalón Pareja, a los ciento cuatro; Victoria
de Valdés, a los noventa y siete, y María de García, cuando sólo le faltaban
ocho días para ajustar el siglo. ¿Que se trataba, por ejemplo, de la guerra de
los "Restauradores", que tan laboriosamente hurgaban acuciosos
historiógrafos? Pues las damas aquellas la contaban con pelos y señales, como
si hubiera sucedido ayer. Y por la rama materna se engrosaba el caudal: Alegría
Freile de Tinajero, la tatarabuelo del tradicionista, había muerto en Quito,
igualmente centenaria, en 1927, dejando larga cauda de memorias. Dos tíos
aportaron, en cambio, la parte "seria" de la formación del joven
Rodolfo: los doctores Jorge Pérez Concha y Julio Pimentel Carbo, historiadores
de oficio, amén, eso si, de grandes charlistas, Pérez Concha orientó al sobrino
en política nacional y asuntos limítrofes, y Pimentel Carbo en temática
colonial, en la que se había hecho fuerte investigando, por dos largos años, en
el Archivo de Indias.
Parece haber sido por entonces
cuando cayó en las manos de nuestro aprendiz de tradicionista el libro de
genealogías de Pedro Robles y Chambers. Y se le metió el gusanito de dar con la
propia. Preguntas a los viejos, visitas a archivos, rastreo policiaco de
obscuras pistas e inmisericorde iluminación de pasajes casi turbios - uno que
otro antepasado natural -, recolección de daguerrotipos amarillentos de años...
se fue dibujando el árbol. Y otros árboles. Y lo mejor de todo: el bosque se
fue poblando de cosas y casos con mucho más sabor y colorido que enlaces y
procreaciones.
¡Y es que en torno al adolescente
que hacía su alegre noviciado de tradicionista se charlaba tanto y con tanto
lujo de viejas imágenes - personajes de pelo en pecho y atusados mostachos,
escenas tumultuosas, acciones febriles o equivocas, romances y
"malos" pasos...! El tío Jorge, en casa de la abuela, meciéndose
pausadamente en una hamaca, disertada por horas de horas sobre toda clase de
cuestiones históricas, una vividas, otras leídas u oídas; el tío julio lo llevaba
a la casa y museo de los Robles Chambers, donde solían reunirse en animadísimas
tertulias conversadores estupendos como Modesto Carbo Noboa, José de Venegas
Ramos - el más hablantín de todos -, Ignacio Jurado Avilés, Luis Tola León,
Rubén Rites Mariscal y otros, que no eran tan viejos, pero que aportaban lo
suyo: Clemente Pino Ycaza, Genaro Cucalón Jiménez, Luis Noboa Ycaza, Miguel
Aspiazu Carbo y Francisco Urbina Ortiz. Y por si aquello no bastase, Rodolfo
acudía por cuenta propia otras tantas gentes curiosas de las cosas de Guayaquil
antiguo y de la historia que se quedó en el chisme y el cuento: Bernardo
Izquieta Pérez, Antonio Seminario Marticorena, Guillerrno Wright Ycaza, Rosa de
Ycaza Venegas, Ignacia Roca de Franco, Enriqueta Elizalde Noboa, María Luisa
Luque de Sotomayor, Delia Aguirre de Guzmán, Antonio Pons Campuzano, Francisco
Huerta Rendón, Manuel Rendón Seminario...
En este clima y al amor de este
nostálgico desempolvar de viejas postales porteñas, muchas anteriores al
Incendio Grande - el de 1896 -, que lo cambió casi todo, se formaba el
tradicionista. La carrera formal para tal vocación debió haber sido la del historiógrafo;
pero, a la hora de la elección, la abuela Teresa Concha contó, así como quien
no quiere la cosa que el abuelo Federico Pérez Aspiazu había sido un gran
abogado y habla llegado a saberse el Código Civil de memoria… y la madre, buena
las cosas en la familia Pimentel, decidió que, pues así se habían dado las
cosas en la familia, Rodolfo tenía que ser abogado. Así que, a estudiar leyes
se ha dicho!
Siguieron años asendereados en
los que la historia fue amor casi secreto. Fueron primero ciertos ajetreos
políticos y puestos de segundón junto a personajes que lo conocían, y,
entonces, en 1962, la Fundación del Patronato Histórico de Guayaquil. Vino
luego un viaje a los Estados Unidos en plan de trashumante al principio, con
lavado de platos y todo, y con estudios en "The New York University",
después. (Y con nuevas charlas de cosas viejas de Guayaquil: con las Gastelú
Concha; con María Luisa Dillón y su hija. como para que no olvidarse la
vocación…) De regreso, en medio de todo un variado de inevitables empeños
prosaicos y fenicios, hay tardes de trabajo como secretario de Robles-Chambers,
el genealogista sabedor de tantas cosas antiguas, y la dirección de la
Biblioteca y museo Municipal de Guayaquil. (Amén de la Fundación, con Esther
Avilés, del Patronato Municipal de Bellas Artes, hoy Centro Municipal de
Cultura. Y robando tiempo a varias cátedras –y ayudado por Nuria, la esposa –
termina una tesis que era otra muestra de amor a la historia: “Administración
de Justicia en el Guayaquil del siglo XVIII”. (Que no tuvo jurado para tratarse
de materia tan nueva en la Universidad. Constituidos en tribunal los tres
profesores más antiguos de la facultad, se sentaron pacientes a escuchar cosas
sobre prácticas judiciales ya en desuso, rememorando, acaso tal o cual procedimiento
cuya vigilancia hubieran alcanzado en sus años mozos….).
Así se llega hasta
1968, cuando comienza a aparecer en el suplemento dominical “El Universo” unos
artículos de asunto histórico llenos de datos curiosos pintorescos, jocosos,
dramáticos. La gentes guayaquileñas, no solo las de edad celebran aquellas
entregas, y la serie se extiende hasta 1971. Así nació el libro que el lector
tiene ahora en sus manos.
Algunas veces Pérez Pimentel se
reduce a sintetizar algún período corto de historia republicana; aún entonces
hace gala de datos nuevos, que vienen a devolver su sentido justo, acaso
obscurecido o falseado por los libros al uso, al pasaje. Pero entonces apenas
si el historiógrafo deja lugar al tradicionistas y ni siquiera al narrador. Dijérase
que tales artículos cumplen el papel de marco legal, de panorama amplio, para
todas las pequeñas historias que en esos espacios alentaron.
Pérez Pimentel entra en lo suyo
cuando construye su artículo en torno al dato curioso hallado quien sabe dónde
y que no lo ha logrado sino él. Cuando se pone a urdir historias grande y
turbulenta. Cuando les mete mano a esos relatos viejos que, de tan curiosos o
bizarros, se les hicieron sospechosos a los historiados graves. Entonces queda
en pleno mester de tradicionistas que cae a lado de mester de juglaria así como
el del historiador formal lo es de clerecía.
Casos preferidos son pues,
aquellos en que la historia se agita por el escándalo o levanta avispero de
chismes - cómo el tan triste episodio de la venta de la bandera-, y aquellos
otros en que se recala en lo resible, como la leyenda del Mariscal Sotomayor y
el “Adelanto” o “El perico se comió al cordero”, donde se sacan buenos
dividendos del humor de aquello antañones gacetilleros de ingenio vivo.
Aún más ricas posibilidades son
ciertas vidas estupendas a las que los libros de historia regalaron al papel de
grises comparsas o ignoraron sin más. Así ese Mathew Palmers Game, de tantos
altivos combates, convoyes, bloqueos, persecuciones de contrabando por mares
americanos, en los días de las campañas de la Libertad. Y aún en el caso de
personajes célebres, primeros actores en el drama histórico, nuestro autor los
rescata de sus encogidas y engoladas actuaciones historiográficas, para
devolverles su ricas humanidad, su a veces hasta ambigua y equívoca carnalidad.
Y la grandeza auténtica, personal y única que quedó cifrada en gestos al
parecer pequeños o sólo curiosos. Como cuando Carlos Concha era llevado, preso,
a Quito y “en el camino iban rompiendo uno por uno todos y cada uno de los
libros de su biblioteca, adquirida años atrás en París”. O puso en camino a dos
viandantes convenciendo a cada uno de ellos de que su compañero era sordo
tapia, y así los tubos durante todo el viaje hablándose gritos.
El tradicionista guayaquileño,
maneja asuntos de rica carga emotiva o fuerte sabor. Sabe que no es narrador de
oficio y que su éxito ha de radicar en la cosa misma: en su dramatismo
intrínseco, en su radical novedad, en su propia grandeza. De allí que los
cuente todo en estilo llano, rápido, sustantivo. Y ello constituye estimable
acierto estilístico: deja al lector ante la fuera de los sucesos y el poder de
seducción de los personajes. Hechos heroicos, a veces tremendos, aplastan por
su descarnada desnudez. A Clemente Concha, por ejemplo, una bala de cañón le
atravesó las dos piernas y hubo que amputárselas. Pérez Pimentel lo refiere
así:
“No se contaba con los
instrumentos especiales de cirugía sino únicamente con un vulgar serrucho de
carpintero, de los que todos conocemos. Concha fue acostado en una camilla de
campaña y solicité un cigarrillo para fumarlo despaciom engrandes bocanadas,
mientras impávido observaba cómo el galeno, sudando la gota gorda le serruchaba
ambas piernas a la altura de las rodillas. Dos horas duró la carnicería, pero
no se escuchó un solo lamento, ni un quejido siquiera, Los presentes estaban
asombrados de tal despliegue de valor. Luego de suturar los muñones el herido
sufrió un síncope cardíaco provocado por la perdida de sangre durante la intervención
y expiró”.
Y con el humor acontece lo mismo:
brota de las cosas mismas; el autor reduce su papel al subrayado guasón o el
intencionado corte.
Esta inmediatez y simplicidad es
la de lo convencional, donde aunque hay sazón, lo que importa más es contar
cosas de esas que se tiene gusto en contar y se cuentan sabiendo que se han de
escuchar con gusto. Lo conversacional apenas sufre adorno, y la ponderación y
encomio se hacen al paso.
Lo conversacional es la clave de
todo. Faltan, casi absolutamente, engarces históricos al tiempo que se
multiplican indicios conversacionales: “¡Ah, me olvidaba!” “¡Que rico tipo!”. A
la historia se la tiene como a la invitada formas, que llega de etiqueta,
imponiendo sus leyes y razones y dando a todo su empaque especial. “Y aquí
interviene la historia”, dice por ahí. Cuando en el caso doméstico y
conventual, conversando, de la capilla de San Alejo, irrumpen los sonoros
nombres de García Moreno y Guillermo Franco.
Pero charlando, así como quien
cuenta chismes de sobremesa, sabrosos como délficas o espirituosos pluscafés,
se ataca la historia a menudo muy en serio. Como cuando, sin turbar la simple
amenidad, se hace apretada síntesis de cosas tan graves como el fallido laudo
arbitral de Alfonso XIII, o se tientan claves para entender cosas todavía tan
obscuras como la meteórica aparición de Velasco Ibarra para capitanear los
restos del bonifacismo. Todos los que hemos dedicado algunos años de nuestra
vida a un diario, sabemos que lo mejor de la historia se queda entre los
entretelones y no llega a las columnas impresas.
En buena hora que haya alguien
que, con perspicacia, dedicación y buen sentido, saque a la luz esos
entretelones y rescate cuanto sabroso, de añejo, de vivo, de nostálgico, de
pintoresco, de bizarro, de cómico, de carnal, de alucinado, de cotidiano, tuvo
el acontecer de nuestros mayores, y la historia seria lo perdió, al convertir
sus dominios en solemne panteón sin aún más ginería que hieráticos y fríos
retablos.
Por: Fernando Jurado Noboa.
El Diccionario Biográfico del Ecuatoriano responde a un sinero deseo de entregar a los estudiantes y
profesores de mi Patria, un libro con biografías de ecuatorianos y extranjeros
que han contribuido al progreso y triunfo de la civilización en el Ecuador.
PROLOGO
Vidas variadas escritas con la
mayor imparcialidad y en apretada síntesis para periódicos, captando hechos y
obras, representaciones y empleos, honores y anécdotas reveladoras de las
virtudes y defectos, del carácter de cada personaje, con una descripción moral
y física para complementar los retratos.
Bien sé que en esta labor
biográfica recién estoy dando los primeros pasos y que aún me esperan fatigas y
desvelos; recuerdo que todo comenzó en 1954 cuando leí aquella famosa frase de
González Suárez, dicha a sus discípulos: “Hijos míos, lean sólo las cosas de la
Paria”. Entonces creí que leer libros ecuatorianos era tema obligación moral
mía así pues, la invitación del sabio Arzobispo seguida al pie de la letra,
motivó mis lecturas hacia temas nacionales y de preferencia históricos y un
día, sin mayormente quererlo, comencé a realizar apuntes en los márgenes de
esos libros, simples notas recordatorias de tal o cual pasaje que me había
impresionado. Mas, luego me era difícil localizarlas, porque la memoria no es
tan certera como una computadora y a veces falla y en esto me encontraba cuando
concurrió en mi auxilio Pedro Robles y Chambers, aconsejándome que trabajara un
fichero ordenado alfabéticamente y así nació en 1958 mi archivo Bibliográfico
que hoy cuenta con 10.000 tarjetas y es único en su género en el país porque a
nadie mas se le ha ocurrido hacerlo.
Desde entonces he venido
confeccionándolo a base de extractos tomados de la lectura de libros y
documentos, de periódicos y revistas, de conversaciones y entrevistas y solo mi
esposa sabe con cuanto trabajo he podido alimentarlo y hasta salvarlo de los
peligros que le han acechado. (1)
En 1975 sufrí la inundación de
la villa que habitaba a causa de la ruptura de una represa particular
construida cerca de la ciudadela los Ceibos; el agua subió cerca de 90
centímetros en su interior y hasta cubrió los cajones del archivo, pero
milagrosamente nada malo le ocurrió porque las aguas bajaron enseguida y no
perjudicaron a las tarjetas que por estar muy apretadas entre si y dentro de
sus respectivas gavetas cerradas, eran casi impermeables.
Entonces comprendí el valor de
esas cartulinas blancas, de esas fichas con señales caligráficas mías, con
recortes de diarios o mecanografiadas por mis ayudantes y recordé que todo es
perecible en la vida (2) aún los archivos y por eso lo trasladé a mi estudio
profesional ubicado en un primer piso alto, de allí pasé al Banco Central a
Diturís, y hoy a la Notaría que ocupo, siempre siguiendo mi suerte.
(1) Desde un primer momento el Archivo fue Útil y hasta me sacó de
diversos compromisos. En 1974 permitió la biografía del sabio Teodoro Wolf que
corre entre las Págs. 13 y 24 de la segunda edición de su Geografía y Geología,
publicada por la Casa de la Cultura de Quito a petición mía y del Patronato
Histórico de Guayaquil. Después y en forma esporádica, enviaba biografías
tentativas a “El Telégrafo”, donde empezaron a salir modestamente y poco a poco
fui puliendo el estilo, que de ampuloso tornóse sintético, casi telegráfico,
para ahorrar espacio, tratando en cada caso que el personaje biografiado fuese
conocido en su totalidad.
(2) La Biblioteca del Dr. Pablo Herrera estaba diseminada en más de doce
cuartos de la vieja Casona de su propiedad del centro de Quito y cuando él
murió en 1896 sus libros y papeles pasaron a un hijo sacerdote que años después
falleció consumido por la tuberculosis. Entonces sus familiares, atemorizados
del posible contagio, entregaron todo al padre Le Gohuir R. quien pudo escribir
su historia del Ecuador. Hoy se encuentran esos libros en la Biblioteca de los
Jesuitas de Cotocollao. Mi antiguo maestro universitario Dr. José de Rubira
Ramos me refirió que en cierta ocasión en la década de los treinta, le había
ocurrido a él un caso parecido, con un ejemplar de su vida de Mariana de Jesús,
escrita por el Padre Jacinto Moran, de Buitrón, que le llevaron a vender a buen
precio y lo adquirió enseguida; teniéndole en sus manos después de haberle
pagado, el vendedor le refirió que dicho ejemplar había pertenecido a un
ilustre guayaquileño (que todos sabían había fallecido leproso, menos el dicho
comerciante según parece) A Rubira se le cayó el libro de las manos y ordenó a
un sirviente que lo incinere en su presencia. (aún se desconoce como opera el
contagio de tan cruel dolencia cuyo agente patógeno incuba hasta por treinta
años antes de hacer su aparición) Mi pariente el Sr. León Aspiazu, en cambio,
me contó hace años que a la muerte del jefe del Conservadurismo en Guayaquil,
sus hijos anunciaron por periódico la venta de los libros de la biblioteca.
Mucha gente fue a la casa a comprar. Los habían regado sobre el piso de la sala
a diez sucres cada uno y entonces alguien preguntó: ¿Por qué los venden? y le
respondieron Porque los hemos leído!
Así pues, desde la
inundación tomé la resolución de completarlo cuanto antes y empecé a
intensificar mi trabajo, pero diversas actividades comerciales en las que
incursioné (importaciones de vehículos y construcción de un Hotel y dos
condominios) se interpusieron y postergaron mi empeño y recién en 1981 pude
recobrar el ritmo de trabajo anterior desde mis funciones de Director y
Fundador del Centro de investigación y Cultura del Banco Central en Guayaquil,
procesando cada ficha para obtener la biografía, prefiriendo personajes del
siglo XIX que por estar a una distancia prudencial de nosotros, se mostraban
más claras y libres de los perjuicios de sus parientes.
En 1982 entregué
las primeras biografías a “El Universo” de Guayaquil se trataba de homenajear a
tres ilustres ecuatorianos fallecidos días antes; Pedro Saad, José Maria Egas y
Carlos Zevallos Menéndez, político, poeta y arqueólogo respectivamente. Las
tres tenían un formato parecido, más bien corto como para no cansar la atención
del lector medio que no interesa el detalle sino la idea general, puesto que mi
objetivo era informar más que enseñar y fueron un éxito inmediato, muchas
personas se acercaron a felicitar al periódico y otras llamaban pidiendo más
material, indicando nombres. Así nació el Álbum Biográfico en su primer tomo.
(3)
También conozco que el hijo mayor de un
poeta coronado en 1930 trocó la biblioteca de su ilustre padre por una
refrigeradora nueva y hasta creyó haber hecho mi buen negocio. Para el incendio
grande del 5 y 6 de Octubre de 1896 se perdieron buenas bibliotecas. El General
Cornelio E. Vernaza anunció a los pocos días que había desaparecido la suya, la
mejor de la república en la especialidad militar. Igual les ocurrió a Trifón
Aguilar, Alcides Destruge, José Gómez Carbo, famoso por sus crónicas que
firmaba como Genecé. En ese infausto suceso se quemó la primera imprenta que
tuvo Guayaquil en 1821 y que conservaba el Dr. Destruge en los bajos de su
casa, como un recuerdo histórico. Así pues, libros y bibliotecas son fácilmente
perecibles y ¿Qué se puede esperar de los archivos? El de la Gobernación del
Guayas se quemó casi íntegramente en el incendio intencional de 1917. En Quito
gran parte del Archivo de la Corte Suprema de Justicia desapareció porque los
ministros viejecitos acostumbraban hacer sus micciones a través de una puerta
que daba al sótano y mojaban los papeles allí depositados y paro de seguir
refiriendo anécdotas que por increíbles más parecen tomadas de una novela que
de la realidad nacional.
(3) En
recuerdo de don Camilo Destruge, que publicó sus biografías de ecuatorianos
célebres en Guayaquil entre 1903 y l905, con el título de “Álbum Biográfico
Ecuatoriano”, obra que hoy constituye una verdadera rareza bibliográfica a
pesar, de que existe una segunda edición del Banco Central.
Entonces los directivos
principales de “El Universo” decidieron publicarlas bisemanalmente en la
primera página de su segunda sección y pronto fueron la comidilla de todo el
país. Había nacido una serie cultural nueva y útil que debía ser aprovechada y
por ello, aún a costa de mi sacrificio económico, empecé a enviarlas en
xerocopias a los siguientes diarios:
1.- El Tiempo de Quito
2.- La Verdad de Ibarra
3.- El Heraldo de Ambato
4.- El Espectador de
Riobamba
5.- El Mercurio de
Cuenca
6.- El Mundo de Loja
7.- El Nacional de
Machala
8.- El Clarín de
Babahoyo
9.- El Mercurio de Mama
y
10.- El Manabita de Portoviejo.
Y de casi todas las provincias
me llegaron voces de aliento y felicitación y hasta surgieron nuevos amigos que
me solicitaban datos o me los proporcionaban generosamente para ayuda de mi
labor. Así pude terminar algunas biografías truncas o comenzar otras de las que
ni siquiera tenia idea se había comprobado una vez mas que el pueblo
ecuatoriano es tremendamente receptivo a la cultura y que empeños particulares
como el mío son útiles porque constituyen el empuje que requiere el Estado y
sus instituciones culturales en la gran obra de crear y robustecer nuestra
incipiente nacionalidad. (4)
(4) Viene
a mi memoria un olvidado episodio de mis años mozos que me ocurrió en 1972 en
plena “Revolución Nacionalista” durante la dictadura del General Guillermo Rodríguez
Lara. Me encontraba en Quito agenciando un asunto profesional y un amigo me
invitó a una reunión social en su casa, a la que concurrió el gran “Bombita”.
Fui presentado a el y de pronto me vi conversando cosas que no debieron
agradarle mucho. Estaba ensimismado por el adulo capitalino y sus allegados más
próximos no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Con mi característica franqueza le
exprese que no creía en su movimiento porque en el Ecuador se ignora hasta la
historia y por ende no somos tradicionalistas y peor nacionalistas. Les dije:
“Solo el conocimiento y comprensión de nuestro ser como país nos señalara el
futuro; toda revolución requiere de una fuerza moral nacida en ideales y
convicciones y sin ellos
En 1983 volvió a
tomar la posta “El Telégrafo” como diario piloto de mi Álbum que ya cuenta con
veintidós años de vida, siendo la única serie cultural que se publicó a nivel
nacional en el Ecuador. En 1984 pasé a Expreso finalmente salí por la imprenta
merced al apoyo de mi amigo el Lic. Elías Muñoz Vicuña, Director de
Publicaciones de la Universidad de Guayaquil, que por su empeño en favor de la
cultura ecuatoriana mereció el bien del país.
También debo
agradecer a todas aquellas personas que con sus voces de aliento, gestos
amables y generosos datos, han permitido este triunfo de mi esfuerzo y el logro
de un ideal.
No son posibles los cambios verdaderos”.
Igual posición sostuve a mi amigo y compañero de Facultad, Jaime Roldós, en
1979, ruando propugnaba “La fuerza del Cambio” como una necesidad histórica en
esos momentos. No deseo establecer conceptos o conclusiones pero a todos nos
consta que ambos intentos nacionalistas y sus respectivos mensajes políticos,
no pasaron de meros slogan que el tiempo ha diluido porgue nada perdona. ¿I qué
ha quedado de tanto cambio? Si los queremos duraderos, perdurables, tenemos que
cambiar desde abajo hacia arriba y no al revés, como se ha intentado. Hay que
civilizar primero, instruir después, concientizar al final y estará hecho el
cambio. Otra cosa es el cambio económico, ese se hace de arriba hacia abajo.
PROLOGO
El Dr. Rodolfo Pérez Pimentel
no obstante sus 64 años ha hecho una imponderable labor cultural por el país
como tradicionista y difusor de nuestro pasado vernáculo a través, sobre todo,
de la prensa y hoy el primero de los biografístas ecuatorianos y esto sin
imitar a nadie, pero tampoco con pedantería con talento superior tras largos
alias de meditación ha logrado encontrar su propio camino.
Su tarea ha
necesitado tesón y voluntad insuperables y esto le viene desde atrás, le viene
impregnado en los genes, es sobrino nieto de Luís Vargas Torres, uno de los
mártires del liberalismo y de los Concha, los indomables soldados esmeraldeños
que luego de haber implantado la nueva doctrina, pusieron en jaque durante 3
años al segundo gobierno del General Plaza.
La vocación histórica del Dr.
Pérez tuvo un inicio curioso y él me permitirá contar una anécdota: era
adolescente cuando halló medio refundido en la biblioteca de su padre el
conocido libro sobre la Historia Social de Guayaquil por Pedro Robles y
Chambers. La empezó hurgar casi a hurtadillas y ya de frente se encontró con
una minería de datos y con cien mil interrogantes. Pidió una cita con el autor
del libro al Dr. Julio Pimentel Carbo, amigo y pariente de las dos partes. Un
día teniendo ya 19 años vio a Robles en su casa y se lo metió en su bolsillo.
Se convirtió entonces en su alumno, confidente y secretario, aunque por poco
tiempo. Para seguir así, las necesidades de su formación universitaria se lo
impedían y por otro lado habría habido que copiar al maestro, lo que era, simplemente,
no futurista.
Así pues empezó a trabajar en
el estudie del Dr. Jorge Zavala Baquerizo y a entrevistarse cientos de veces
con los más viejos y eruditos vecinos de Guayaquil, a recoger sus cuitas, sus
impresiones y sus decires de antaño. Había empezado el tradicionista, sin duda
motivado también por las lecturas de Modesto Chávez Franco y de Gabriel Pino
Roca. Al mismo tiempo empezó a gestionar la copia de documentos en archivos
nacionales y extranjeros.
Data de 1961 su función de
Secretario Fundador del Patronato Histórico de Guayaquil y cuando contaba 22
años su primera publicación en la Revista de La Casa de la Cultura de Guayaquil
sobre una familia indígena, los Cayche— Chonana y luego sobre los Alguaciles
Mayores de Guayaquil y sobre el pirata Dampier. En I 965 fue Secretario
fundador del actual Centro Municipal de Cultura, entonces llamado Patronato
Municipal de Bellas Artes.
Mientras tanto y graduado de
Abogado dedicó su tiempo, parte a sobrevivir estableciendo un servicio de
cobranzas judiciales y parte a deleitar a los lectores de “EL Universo” con
unas crónicas dominicales de asuntos históricos inéditos que llegaron a los 300
artículos. La historia popular de Guayaquil empezaba a salir a luz. Por otro
lado iniciaba su correspondencia y su relación con los historiadores del país.
En 1968 fue Director de la
Biblioteca y Museo Municipales y en 1973 Presidente del Comité Teodoro Wolf que
logró la publicación de la segunda edición de la “Geografía y Geología del
Ecuador”. En 1974 cuando tenía 35 años fue Presidente del Patronato Histórico
de Guayaquil. Merced a su propio esfuerzo había formado una excelente
biblioteca especializada en historia y la mejor colección iconográfica familiar
del país. En 1976 su labor como Concejal comisionado de Cultura no ha tenido
repríss en Guayaquil, no obstante las inveteradas resistencias creadas a su
alrededor y el Gobierno Nacional le otorgó La Medalla al Mérito Educacional de
Primera Clase.
Un nuevo cambio hizo a los 37
años: dejar la profesión de abogado y encontrar derroteros en la búsqueda de
seguridad. A los 39 años del Alcalde Dr. Guillermo Molina Defranc lo designó,
uno de los 4 Cronistas Vitalicios de Guayaquil, siendo el más joven de ellos y
seguido en edad del ing. Miguel Aspiazu Carbo, entonces de 73 años.
Nombramiento y decisión muy justos, puesto que el Dr. Pérez es una historia
viviente y detallada de Guayaquil; es rara la situación planteada que no la
resuelve o que no dé una pista segura, pues no olvidemos que hombre culto no es
el que dice saber todo, sino el que sabe donde buscar lo que ignora.
Hay además otra faceta en el
Dr. Pérez que cabe anotar: aparte de profesor universitario, conferencista y
escritor permanente; es un incentivador de cultura y un colaborador de cuanto
proyecto tenga resonancia de amor por el pasado guayaquileño. Sociedad
eminentemente competitiva como la nuestra, es lógico que a su alrededor se han
formado simpatías y antipatías, las primeras sabe ganárselas y en abundancia,
las segundas suele torearlas generalmente con risa y con risotada, excepto,
claro está, cuando laceran su parte más interna.
En 1981 fue Director fundador
del Centro de Investigación y Cultura del Banco Central sede en Guayaquil, y
Presidente del Comité Promonumento del Tte. Ortiz Garcés. El mismo año organizó
el primer congreso ecuatoriano de Genealogía en Salinas y el homenaje a Robles
Chambers, a lo cual éste se negó rotundamente, porque era una persona muy
modesta.
En este mismo año, el Dr. Pérez
empezó a publicar en la prensa de Guayaquil y hasta 2 veces por semana, su
Álbum Biográfico Ecuatoriano, del cual, al momento, ha publicado ya mas de
1.400 artículos. No cabe duda que es su mayor logro. Nuestro colega se ha
dedicado a reconstruir científicamente, sin oropeles vacuos, con nitidez y con
verdad, con una interpretación de fondo que anima y dá vitalidad, las vidas de
cientos de ecuatorianos.
Creo yo que uno de los mayores logros del Ecuador es
el haber cimentado (aunque sea en teoría) su política cultural, en base a la
búsqueda de nuestra identidad, asentada en el plurientnicismo. La obra del Dr.
Pérez encaja en este afán de darnos modelos ecuatorianos de esfuerzo,
constancia y superación.
En 1983 editó su libro “Nuestro
Guayaquil Antiguo” profusamente ilustrado y en 316 páginas, en 20 capítulos que
abarcan desde el siglo XVI hasta el gran incendio de 1896. Pérez Pimentel
analiza historias de piratas, versos, costumbres y folklore do nuestro puerto.
Por todo esto el Dr. Pérez
entro con derecho auténtico a la Academia. El primer biografista de los
ecuatorianos no podía estar fuera de ella. Personalmente, como, medico
psiquiatra y como historiador, pienso que todos, hasta la mas humilde e ínfimo
de los seres humanos, merece una biografía y tiene su propia historia. Todos
somos parte de este inmenso universo, todos sabemos pensar, amar, reír, llorar,
gritar y adivinar; todos fabricarnos ideas y proyectos, recuerdos, nostalgias y
fantasías. Todos, cual más, cual menos, somos transitante con o sin camino, con
o sin sentido, de una ruta cuajada de satisfacciones y placer, de dolor y
frustración. Todos, Uds. y Yo nos hermanamos al sentir, al pensar, al crear y
al destruir. Todos buscamos sobrevivir, aunque sea diferente la manera de
hacerlo y el deseo o no de pasar al futuro; con lo que se llamaba honra o sin
ella.
Lástima que en ambas fronteras
abismales de la conducta humana se reclaten pensamientos y acciones también
aberrantes y que sin embargo, merecen biografiarse.