lunes, 3 de diciembre de 2012

LA HERMOSA HUANCAVILCA

Cuenta una leyenda huancavilca que el Inca Tupac - Yupanqui. ambicionando la península de Santa Elena, envió a los más granado de su ejercito a proponer una alianza a los pueblos que la habitaban, para trabajar unidos por la paz y el progreso del Tahuantinsuyo y que los infelices delegados perecieron martirizados a manos de los indómitos habitantes del trópico ecuatoriano.

Huancavilcas y Punáes, en connivencia, acabaron con los crédulos delegados del Inca, ahogándolos en las profundidades del Golfo de Guayaquil, y celebrando luego un grandioso festín donde devoraron a los pocos que aún quedaban con vida y parece que fue tan grande la ira que esto ocasionó al monarca cusqueño, que enfermó gravemente y de dolor murió, no sin antes recomendar a su hijo y sucesor Huayna - Cápac, que tomase venganza o muriese en la contienda.

Terrible fue la ira del nuevo monarca, alistó un poderoso ejército de orejones y abandonando las regiones del septentrión ecuatoriano, bajó a las costas en son de guerra. Sabedores de estos sucesos los Huancavilcas y viendo que no podían ofrecer resistencia al conquistador, decidieron implorar clemencia y en estas duras cavilaciones estaban cuando algo inusitado iluminó el cerebro del más anciano de los Caciques de la Confederación.
¿No era el Inca, famoso, por lo acertado de sus juicios, de gran inteligencia y de recto proceder?.
¿Acaso no era digno hijo del poderoso Tupac - Yupanqui, que hacia temblar a los ejércitos de la Tierra, con su nombre?.
Entonces, ¿por qué no invocar su divina clemencia como última esperanza antes de morir? Y, ¿quién lo haría?.
Y el mismo viejo Curaca, ducho en el arte de la diplomacia y la política, ofreció a su nieta para embajadora. Bien lo sabia él, hombre de mar, curtido en muchas pescas, que el hombre más valiente tiembla ante un bello rostro y que no hay mejor componedor que una mujer hermosa.
Y así sucedió en efecto, lo cuentan viejos Cronistas: pues, a la altura de Yaguachi, Huayna — Cápac vio venir un singular concurso de gentes Huancavilcas, presididos por los Caciques y Curacas y numerosas vírgenes, que en completa formación presentaban a los ávidos ojos del enemigo la hermosa piel canela de la mujer tropical, bronceada por las irreverentes caricias que del sol reciben.

Espectáculo tan hermoso sedujo al joven monarca que era buen catador del sexo débil. Las doncellas avanzaban por en medio de su tropa llegándose hasta el Inca y allí se postraron, tocando el suelo con sus frentes en señal de respeto y sumisión. El aire estaba lleno de dulces melodías salidas de los instrumentos de viento que soplaban sin cesar y el olor a finas esencias rompía el horizonte, haciendo más embriagadora la escena.

Una de las vestales se levantó resueltamente y en lengua de Mantas del Sur habló:

¡Oh, gran señor, depón tu cólera y óyeme! Soy la elegida de mi pueblo para implorar tu perdón; cuando joven, el mar me regaló una promesa y las ondas me dieron sus secretos. Soy de Colonche, del linaje de los Cayche; sal significa mi apellido, pero dulce es mi ser como mi pueblo, mi rostro oval refleja la poesía de mi nombre y en mi carne cimbreante están las virtudes de mi raza, la brisa fresca y marina me acompaña y yo os imploro el perdón de la raza Huancavilca!.

El joven Huayna - Cápac, que la había escuchado, dijo: ¡Oh hija de Caciques, eres generosa con los tuyos y yo no puedo dudar de tus sentimientos. Levántate, salvadora de tu pueblo, que te bendecirá eternamente en sus cantares; seré benigno con los culpables del crímen que había venido a castigar!. Y en efecto, lo fue, dice Gabriel Pino y Roca en sus Tradiciones, ya que el Inca, fiel a su promesa, perdonó la vida a todos y sólo decidió reunir a los culpables y apostrofándoles sus crímenes les hizo tirar suerte, mandando ejecutar al 10 por ciento de ellos para que nadie diga jamás que había tenido preferencias. Igualmente decidió que los nobles y sus descendientes se arrancasen los dos dientes delanteros superiores en señal de expiación y arrepentimiento por la infamia cometida, costumbre que perduró hasta la llegada de los conquistadores.

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